Mochila

Mochila

Post n°11 pubblicato il 24 Febbraio 2009 da viajera67

Viaje hacia el norte.

Miro una mochila vacía al lado del escritorio, todavía no he ordenado la ropa sucia, los regalos, los granitos de arena que salen desde los bolsillos. No me acostumbro a la idea de haber vuelto, quisiera buscar un hostal, un museo, un bus que me lleve lejos. Escuchar la voz del guerrillero que cruzó mi vida y me habló de poesía y revolución. Recuerdo su sonrisa en un barrio de Bogotá, su manera de leer e interpretar a Raúl Gómez Jattin. “Prometo no amarte eternamente, ni serte fiel hasta la muerte….” . Nos pareció la poesía más hermosa del mundo porque, me confesó, con tanto amar y sepultar, estaba harto de promesas. Yo también, pero por mucho menos.

Y en Quito conocí a la mujer que amaba a Octavia de Cádiz. Me hablaba sin parar de ella, yo no sabía que decirle. De Bryce recordaba sólo Martín Romaña, y ella juntaba Martín y Octavia. Y de tanto pasear y charlar, llgamos al museo de Guayasamín con sus cuadros dedicados a Víctor Jara, Salvador Allende y Rigoberta Menchú. El volcán esta vez no nos llenó de cenizas, pero otra vez sí. Fue cuando tuve miedo y pensé en la muerte asì que ella me indicó el camino para que me alejase de todas las cenizas que llovìan del cielo.  

A Pablo lo encontré sentado en el terminal de Maracaibo. Leía las venas abiertas de Galeano y estaba tan absorto en su lectura que no veìa las cucarachas que rodeaban su cuerpo. “?A qué hora pasa el bus?”, le pregunté, “Vos también a las playas de Taganga?”. Con su dejo argentino y sonrisa porteña alquilamos una casa frente a la playa con otro alemán que se nos juntó en el viaje. En la playa nadábamos hacia el norte. “Allí estará Cuba”, me decía. “allí quiero ir”. De repente se calló y me dijo: “ Estoy aquí para olvidarlo, pero no puedo. Tenía cinco años cuando los milicos entraron a mi casa y se llevaron a mis padres. Fue la última vez que los vi.”.

Subí a otro bus y en Caracas me perdí entre los barrios populares con Berta, del grupo “Manuelita Sáenz”. “Defenderemos a Chávez y a la revolución, cueste lo que cueste.” Me decía. “Qué te empuja a hacerlo?. “Mira, yo no había terminado la secundaria y ahora estudio sociología en la Universidad. Te parece poco? ”. “Háblame de la oposición”. “Hace un par de años la oligarquía organizó un paro petrolero, querían derrumbar al gobierno. No había luz, calefacción, nada de nada. Vi a una mujer en la tele, de unos ochenta años. Para comer quemaba todos los muebles de su casa: las sillas, el armario, su misma cama. Si hace falta quemo toda mi ropa, declaró, quiero un cambio por este país. Fue el símbolo de nuestra lucha. Y el pueblo ganó. Ahora en cada barrio hay un medico cubano que nos asiste noche y día. El salario mínimo ha subido, podemos comprar arroz, carne y harina en los mercados populares. Cuando dieron el golpe bajamos a la calle, queríamos saber donde estaba el presidente. No podía haber firmado su renuncia dejando el país en mano a la oligarquía. Mira: aquí lo tengo, en la cartera, está al lado de mis hijos. Si no hay futuro para ellos, no hay futuro para nadie.”.  

La mochila sigue en el suelo, lista para otra aventura. Ahora bajo hacia el sur, de regreso a casa.

En Zorritos, en el norte del Perú, volví a ver a Ethel, una muchacha de 24 años que había conocido años atrás. En aquel entonces ella tenía 20 y se iba a casar con un pescador. Su vida estaba marcada como la de su madre, y de todas las mujeres del pueblo. Yo le hablaba de amor libre, de independencia y libertad. Aplazó la fecha de su boda, decidió vivir sola, ganarse la vida con su plata y su trabajo. Se construyó una casita a la orilla del mar, allí hizo su negocio. Ha plantado palmeras, ahora está arreglando el baño, le falta comprar un tanque, quiere construir casitas para alquilarlas a turistas. Me encantó su techo de madera, su mirada hacia el mar y su libertad juvenil. Me llevé un trozo de su vida hasta mi cuarto, y lo busco cada vez que pierdo la esperanza en un cambio revolucionario en el país andino en el que vivo.  

Todavía no puedo ordenar mis cosas, quisiera abrir la puerta y lanzarme una y otra vez a buscar el mar de Taganga, charlar con Pablo, buscar a Nelsa por las calles de Cartagena, descubrir Popayán, Santa Cruz y Ciudad de México. Deseo que en mi vida todo sea inmenso como las esculturas de Botero, quiero pasear por los rincones más perdidos del barrio de la Candelaria, visitar las casas de Manuelita en Quito, Lima y Bogotá. Quiero que todo siga desordenado, como lo fue mi viaje, y como sigue anunciándose mi vida.

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