podran cortar todas las flores, pero no detendran la primavera.

Podrán cortar todas las flores,

pero  nunca detendrán la primavera

 

           La noticia del traslado de Jaime me deja sin palabras y sin aliento. Mi vida ha cruzado la suya en el penal Castro-castro cuando yo iba a dictar clases representando el Instituto de Cultura y la Embajada de Italia y Jaime me recibía con un abrazo tan fuerte y una sonrisa tan grande que me costaba cada vez más regresar a la calle y vivir mi vida como si nada, como si una ley, una pared o unos uniformados pudieran separar mi existencia de la suya. Me llevaba sus palabras y su optimismo por las calles de Lima y me imaginaba su rostro mirándome en cada esquina de la ciudad: sus ojos grandes,  sus brazos fuertes, su mirada digna.  

 

 A veces le hablaba telepáticamente: «¿Cómo te ha ido el día?, ¿te has dedicado a estudiar francés, a escribir una carta o a mirar las estrellas?». Con Jaime podía hablar de todo, era un amigo, un hermano, un confidente secreto. Yo no era su profesora y él no era mi alumno aunque sí, formalmente esto era lo que éramos. Pero con él no podía poner una etiqueta a nada así que una tarde me sorprendió dedicándome un kata de artes marciales y otro día me hizo llegar un torito amarillo, pequeñito y lindo como el sol. Lo había hecho con sus manos allí, en el patio del penal, durante un taller de cerámica. Lo que fueron, son y serán los cursos y los talleres de idioma, de pintura, literatura, arte y escultura en todos los penales del mundo, nadie lo sabe ni lo sabrá nunca. Lo que sale desde unos seres tan deseosos de amor y libertad no se puede encajar en un convenio entre instituciones ni en un formal papel ministerial que habla de re-educación y de re-inserción social. Las exposiciones de Jaime y de todos los otros artistas del Castro-Castro en el Centro Cultural Norte Americano hacían especiales mis paseos por Lima, antes de las navidades. El centro se llenaba de voluntarios que llegaban de todas las partes del mundo para ayudar, sin prejuicios, a construir un futuro mejor.

 

  Me llevé a Italia la escultura de una mujer que vivía en la cárcel de Chorrillo y recuerdo los hipopótamos de Javier, las pinturas de Pacifico, las poesías de Martita, y los cursos de italiano realizados por Emilio. Todo esto, me pregunto: «¿dónde irá? Este traslado acabará con tantos talleres y tantas  esperanzas.  ¿Qué sentido tiene tanta represión? ¿Cómo saldrá la gente después de quince, veinte años de cárcel? » En el Castro-castro yo era sólo una profesora pero el simple hecho de poder abrazar a mis alumnos, darles una mano, un beso, regalarles una sonrisa, decirles «hola chicos, la próxima semana les tomaré un examen, no se olviden de estudiar». Cosas así, pequeños y simples gestos de la vida cotidiana eran de vital importancia para llenar de contenidos los grises informes  de políticos y juristas que no saben, o no quieren saber, que una sonrisa vale más de mil palabras. 

 

 

Y todo esto no se puede comunicar con vidrios y cámaras y vigilantes y grabadoras y pasillos desiertos y teléfonos donde pasa una comunicación que nunca llega donde tiene que llegar.

El Castro-castro no era el paraíso, pero había una libre circulación de ideas y acciones, se estudiaba italiano, latín, inglés, francés, se aprendía cerámica, se practicaban artes marciales, se tocaban instrumentos musicales, se creaban pequeñas bibliotecas con el apoyo de gente al exterior. Yo dictaba mis clases y luego podía conversar tranquilamente con los chicos en el patio o en sus “celdas”. Una tarde Jaime me invitó a visitar su pequeño cuarto lleno de videos y libros y objetos personales y  fue una tarde maravillosa con su hija Paula que cantaba y daba vuelta por los pasillos, su compañera que charlaba conmigo y Jaime que nos preparaba un maravilloso café italiano. Yo estaba echada en su cama y miraba su mundo, me pareció una gran suerte estar allí y no lo olvidaré nunca.

 

Y Emilio, colega, maestro y gran profesor, el hombre que como autodidacta había aprendido italiano y lo enseñaba con un optimismo y con una sonrisa grande, dos ojos grandes como el mar; y estudiaba gramática, y leía libros, y comunicaba a los chicos este deseo de que un día ellos también, saliendo de allí, podrían enseñar y trabajar al exterior. Se firmó un convenio con el Instituto de Cultura italiana gracias a varios profesores disponibles, y se tomaban exámenes oficiales, reconocidos por la Universidad de Perugia y de Siena.

 

Tal vez no era mucho, pero al mismo tiempo era gran cosa. Así como gran cosa era el esfuerzo de dos colegas, una italiana y otra holandesa que pasaban tres, cuatro meses al año con los chicos del penal a enseñarles holandés, ingles, latín e italiano dejando sus países, sus amigos, sus familias y su todo. Y la red increíble de voluntarios que apoyaban con un libro, un panetón por navidad, un cuadro, una pequeña escultura, un juguete para los niños, un taller de francés, un abrazo imprevisto y tantos otros pequeños gestos de la vida cotidiana. «¿Qué será de todo esto? », me pregunto. Ahora vivo en Italia y les mando a Jaime, a Emilio y a todos los chicos que he tenido la suerte de conocer una sonrisa inmensa y un abrazo grande; tan grande para que cruce los océanos, rompa los prejuicios del mundo y llegue allí donde todavía hay gente que lucha para construir un mundo mejor.

 Cierro los ojos y los veo en mi alma.  

 

Artìculo escrito por la Dott. Isabella Lorusso

Ha trabajado durante seis años como profesora de italiano en el Instituto de Cultura Italiana de Lima, en la Universidad Nacional de Tumbes (Perú), en la Universidad S.Antonio Abad de Cuzco (Perú), en la Universidad Enrique Guzmán y Valle- Chosica-Lima (Perú) gracias a un convenio de expertos y voluntarios en América latina firmado entre el Instituto de Cultura Italiana de Lima y las principales Universidades peruanas.    

 

 

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