Atardeceres.

Atardeceres

Post n°26 pubblicato il 26 Febbraio 2009 da viajera67

Atardeceres.

Era muy pequeño cuando pasó lo que le marcó la vida. Una puerta se abría, otra se cerraba, y unos hombres entraban y salían del cuarto de su hermana. Llegaban al atardecer, y se sentaban en la mesa con su padre. “¿Una cervecita, Paco?”.“Todavía me debes lo de ayer”. “Te pagaré a final del mes. A ver si la niña aguanta”. “Aquí no le falta nada”. “Ya veo. ¿Y el muchacho?”. “A él ni lo mires”. El niño se escondía en una esquina, apretándose fuerte las rodillas al pecho.

Esperaba que todos se fueran, para entrar al cuarto de su hermana. “Lo hago por ti, Juanito, para que vayas a la escuela, y no te falte comida”. “¡No quiero ir a la escuela!”. Quería llevársela a la playa, verla sonreír. “Fuera de aquí, maricón, ¡qué éste es un lugar para hombres!”. Lo peor de todo era la voz de su padre, que lo despertaba a noche honda, y lo separaba de ella.

Poco a poco las cosas cambiaron, su hermana vivía encerrada en el cuarto, no comía con los demás, no hablaba con nadie. Quería estar sola. “Ya tienes doce, Juanito, ya es hora”. El niño tembló. “No, papá, ¡no!”. Y entró por primera vez, como hombre, al cuarto de su hermana.

Desde entonces se sentía sucio. No quería estar con ninguna mujer que no fuera ella y, cuando estaba allí, no quería hacer lo que hacía. Quería matar a estos hombres que entraban y salían de su casa, de su cuerpo. Ahora era él el que cobraba. Su padre le había dejado el negocio.

De repente tuvo que viajar al pueblo. Una semana sin él, todo podía cambiar. “Vamonos de aquí, Lucía”. “Tengo miedo, Juanito. Vete tú si quieres. Yo ya no puedo. ”. Tocaron a la puerta. Era un atardecer de octubre, ora de visita, pero no querían ver a nadie. “Mamá, diles que no estamos”. Pero seguían allí, tocando con insistencia. “¿Qué pasa?”.

“¡Vístanse! ¡Es la policía!”. “¿La policía?”. Entonces tuvo el valor de mirarla a los ojos. Los tenía hinchados, pero parecía feliz. Llevaba años sin darle un abrazo. Se le ocurrió preguntarle: “Mamá, ¿fuiste tú, verdad?”. “No te metas con ella. Fui yo. No aguantaba más”. “¿Dónde nos llevarán?”. “No te preocupes mi niño, todo se arreglará”.

Hacía mucho que nadie lo llamaba así. Lo sentaron a una mesa, “¿Cómo te sientes, Juanito”. “Bien. No quiero que nos separen”. “Por el momento es necesario. Cuando tengas dieciocho pueden volver a encontrarse. Dime lo que veías, Juanito.“. “Hombres que entraban y salían de mi casa. Mi padre cobraba, mi hermana no quería… ¿Dónde está mi padre?”. “En la cárcel, no creo que salga pronto. Háblame de tu madre…”. “No puedo, Señora Asistente Social”. “¿Qué hacía?”. “Ella no hacía nada. ” “Dentro de poco tendrás otro hogar”. “Quisiera preguntarle algo”. “Dime”. “¿Es bueno o malo no hacer nada?”. “No sé, Juantito. Alístate que nos espera el juez”.

Un día me encontré a Juantito en el centro de Lima: “Juanito, ¿cómo estas?. “Señora Asistente Social, ¡Cuánto tiempo!”. “¿Qué haces por aquí?”. “Voy a recoger a mi hermana al Museo de Arte, es bailarina.”. “¿Y tú?”. “Ahora soy abogado, defiendo casos de violencia. “Me imagino”. “Lindo atardecer, ¿verdad Señora?”. “¿Te gusta?”. “Me gusta pasar estas horas con Lucía. Nos tomamos un café, nos damos un paseo, miramos el sol que se esconde al horizonte”. “¿Y Usted? ¿Qué hace?”. “Sigo con mi trabajo. Hay mucho qué hacer.” “Me imagino. Usted nos quitó el miedo de encima, nos abrió una puerta.”. “Fue la vida, no fui yo”. “Ahora tengo que irme, no quiero llegar tarde, Lucía me espera. Hay muchas puertas que abrir, todavía.”. “Corre, Juanito, disfruta de estos atardeceres con tu hermanita. Todas las puertas se abrirán solas, veras.”. “Solas o con alguien, en todo caso se abrirán”.

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